En el internado
Reflexiones sobre cómo los pobres niños ricos aprenden a diferenciar entre ellos cuando se mezclan en contextos ajenos y supuestamente más parejos.
Un día afuera de la enfermería me topé a un compañero de generación. Él era dos años mayor que todos los demás y tenía un tatuaje en el cuello. Existía en una burbuja social distante a la mía, no tanto por la edad o el tatuaje pero porque él era de los que pasaban sus días escapándose a fumar al bosque y yo no. A menudo lo veía cumpliendo castigos de trabajo físico que imponía el colegio por violar normas de convivencia menos graves que en las que él incurría - barrer hojas, limpiar caminos de nieve, tallar las bancas de madera de la iglesia, etc. Supongo que jamás lo cacharon infraganti o más probablemente, no les convenía hacerlo. Era una de las estrellas del equipo de rugby. Esos dos años de diferencia sí que se notaban en el campo.
Ese día, estábamos esperando nos atendiera la enfermera en uno de las primeras tormentas de invierno. “Tú eres la, como, ¿millonaria mexicana?” Indaga tras escuchar mi nombre. “No” sonrío, “esa es la otra mexicana que vive en mi misma casa”. Él asiente, “mis papás tienen agencias de carros en toda la región”, hace una mueca apologética, yo sigo con mi misma sonrisa simple. “Pero ustedes las internacionales sí tienen vidas muy interesantes. Tuve una novia que era de Venezuela y vivía en Miami, era vecina de Pitbull”.
La enfermera lo llama y se despide de mí, yo me siento extrañamente apenada. No tenía idea que podrías hacerte rico vendiendo carros. Todos los papás que yo conocía tenían altos cargos en empresas de renombre, la banca, el gobierno, la cultura o las artes. Eran líderes de sus disciplinas, para las cuales estudiaron y se prepararon profesionalmente. Me imaginó el horror de la familia de su ex-novia y me da risa. Luego pienso que quizás los papás del joven canadiense también se horrorizaron ante los imposiblemente ricos migrantes latinoamericanos. ¿Qué significa ser gente bien?
Me fui un año lejos, a una escuela anidada en un bosque, en una isla a un ferry de dos horas del continente americano.
Era un colegio mixto, con cientos de alumnos y varias “casas” que competían por premios anuales muy al estilo Harry Potter. A diferencia de la fantasía de Rowling, las casas eran solo de hombres o mujeres y todas tenían una “pareja”. Para los bailes y las cenas formales se te asignaba una persona del sexo opuesto de esa casa, o a veces dos, dependiendo de cómo estaban los números de cada año. Era una cosa muy torpe, tratar de tener una conversación formal estilo británica (voltear a conversar con un lado y luego el otro, según llega cada plato nuevo a la mesa) con dos niños de 16 años que competían por presumir sus buenos modales.
La primera semana de clases nos hacían un pequeño recordatorio de los mínimos indispensables para las comidas comunales y la convivencia decente, pero antes de las cenas había más tiempo dedicado a la correcta interacción entre hombres y mujeres jóvenes. Era evidente que algunos estudiantes jamás se habían topado con dichas reglas mientras que otros corregían a la maestra sobre distintos tipos de etiqueta y su correcta aplicación. Yo me encontraba en un punto medio, consciente pero no necesariamente convencida de la necesidad de mantener muchas de estas formas.
A mí lo que me enseñaron en casa fue a identificar qué requieren los distintos contextos sociales en los que puedo hallarme y reaccionar de acuerdo a ellos. Es importante (por seguridad, por inteligencia) no evidenciar que eres ajena a nada. Pelar los ojos y ajustarse a lo que todos están haciendo, no llamar la atención con alardes innecesarios ni con preguntas que salen sobrando.
Por eso, cuando algunos alumnos llegaban en aviones acuáticos que aterrizaban vistosamente en el lago frente al colegio, yo pretendí no impresionarme con aquello. No volteaba cuando todos salían a ver. En esos años antes del internet omnipresente, te sorprendían más las cosas, todo tenía un poquito más de magia.
Otros compañeros llegaban en automóviles de lujo, quejándose de la turbulencia del helicóptero o de cualquier otra cosa absurda. Yo llegaba en taxi, después de tomar el ferry y un camión que me llevaba al mismo. Era un viaje largo y complejo según las condiciones climáticas, las carreteras montañosas suponían un riesgo en los días de nieve, neblina y granizo. Que eran la mayoría.
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