Días de playa, noches de terror

Anécdotas de noches junto al mar.

Todos los ricos tienen, o tienen amigos, con grandes mansiones playeras. Con enormes albercas y vistas preciosas, con cocinas de ensueño y cuartos con muebles gigantes de piedra pulida; alacenas de madera para perderte por días analizando productos importados y cavas adecuadas para resistir los calores más infernales. Los sonidos del silencio son ventiladores -abanicos- y climas que falsean la brisa todo el día. Pájaros y olas, en algunas temporadas truenos y lluvia. Tus pies descalzos tocan pasto, piso, azulejo, tierra perpetuamente mojada por los aspersores y a veces piedras, a veces arena. Es un deleite visual: las flores, los árboles, el mar, el cielo y los colores de la madera, el lino, el algodón, la cerámica y el yute.

Es un hecho que en esas casas de fin de semana tan elegantes, siempre hay al menos un baño que huele a caño. Y es porque - realmente no deberíamos estar ahí. La hediondez inconfundible de una presencia invasora; que ni siquiera se molestó en garantizarse una infraestructura adecuada para sus propios deshechos.

Toda esa inconveniencia que no puede contenerse en mármol blanco ni esconderse tras vidrios pulcros: violenta humanidad. Y todo el artificio civilizatorio que simplemente no compite.

Pero convence por un rato: a lo mejor el paraíso sí se puede comprar.

Afuera: los insectos voraces, los pájaros carroñeros, los peces ahogados, el acantilado deslavandose.

Naturaleza que responde a la transgresión.

Adentro: Un ejército de empleados se asegura que el agua con cloro nunca manche los camastros, que el sol no pele la pintura ni marchite flores. Aparecen cuando son requeridos y discretamente se vuelven parte de la escenografía cuando no. En mi experiencia, los trabajadores de casas de playa son la gente más gentil, la más dispuesta, amable y animada. Una lástima que sus talentos se desperdicien atendiéndome a mí que no puedo ofrecerles mejores posibilidades en otro lado.